Yuri Alejandra Cárdenas Moreno / Esta es una pequeña reflexión sacada del ocio de la noche, cuando el cuerpo y la mente aún tratan de recuperarse del cansancio del día que ha pasado, y siguen sin sentirse aptos para enfrentar el día que sigue.
En esos momentos, es cuando me acomodo en el sillón de mi sala, el agarro el celular y comienzo a navegar en redes sociales, viendo memes, leyendo noticias de actualidad, enterándome en qué andan mis conocidos y familiares, las promociones de los restaurantes locales, y las ilustraciones y fotografías recientes de todas las cuentas de arte y viajes que avariciosamente colecciono, y que llenan el 90% de mi carrete de noticias o “feed”.
Hoy precisamente en ese ritual diario, encontré una publicación que llamó fuertemente mi atención, de una de esas páginas que se encargan de despertarle a uno la nostalgia de los años 90’s y “los buenos tiempos” cuando éramos niños.
La publicación decía lo siguiente: ¿Quién querría tenerlo todo en el bolsillo, cuando podías tener toda una habitación solo para todo? y a continuación mostraba en una comparativa el desfile de aparatos clásicos de una casa de esa década -la videocasetera, la grabadora, el televisor, la consola de videojuegos, el reloj despertador digital de escritorio, el teléfono- todo esto junto a una imagen de un pequeño teléfono smartphone de nuestros tiempos, con su pantalla repleta de aplicaciones de todo tipo.
Impresiona en verdad observar cuánto ha avanzado la tecnología, al grado que todas las cosas que ocupaban el espacio de una habitación y de una casa, pueden estar todas juntas en la palma de nuestra mano dentro de un solo aparato pequeñito.
Sin embargo, y creo que este es el meollo de buena parte de la nostalgia que los millennials y modelos anteriores sentimos todo el tiempo, y cada día más y más, no puedo dejar de pensar en ese espacio como en un despojo. El espacio que estamos perdiendo y que nos están quitando.
El asunto del espacio, hoy en día es una paradoja. Sí, por un lado se sueña con la casa grande, con el auto grande, con la cuenta bancaria grande desde luego, entre muchas otras cosas que el hombre y la mujer moderna quisieran tener más grandes; pero por otro lado, nuestra modernidad se basa en construir las cosas cada vez más pequeñas, más ligeras, más compactas, más planas, entre muchos otros adjetivos usados para nombrar a esas cosas que ocupan cada vez menos espacio en esa enorme casa, en ese enorme auto, no así en el gasto de nuestras cuentas, que constantemente sufren el embate de las nuevas creaciones tecnológicas que “debemos tener a toda costa” para sentir que estamos a la moda.
Y sí bien los defensores de la tecnología pueden alabar y defender la practicidad de contar con aparatos chiquitos que cumplen múltiples funciones, creo que se pierde de vista que dentro de las razones esenciales por las que el hombre vive, es por ocupar un lugar en el espacio, y ese espacio incluye el que ocupan sus pertenencias.
Desde los antiguos gobernantes que poseían pirámides, calzadas llenas de monumentos, monolitos, castillos, palacios, mausoleos; pasando por esa familia de los noventa que tenía un televisor grande y pesado acompañado de todo el sistema de entretenimiento familiar en aparatos por separado, una cocina llena de aparatos electrodomésticos, ollas y cucharones brillantes, estantes llenos de libros, discos y revistas, cajas llenas de fotos viejas y videos VHS o Beta con grabaciones de eventos importantes de sus vidas; hasta el hombre sin techo, que no por carecer de uno, va a prescindir de un fardo lleno de sus más valiosas posesiones, que lleva a todas partes consigo como su más grande tesoro.
Todos nos sentimos orgullosos de aquellas cosas que forman parte de nuestro patrimonio, de nuestra colección, de nuestro baúl de los recuerdos. Porque cada vez que las vemos, las tocamos, las olemos o las hojeamos, estamos recordando por donde hemos pasado, hasta donde hemos llegado para conseguir todo aquello y lo que hemos aprendido de la experiencia.
Todo eso, que antes formaba una parte importante, quizá algo polvosa o voluminosa, pero importante al fin, está siendo reemplazado en estos días por esta economía del espacio. Los viejos álbumes de fotos son ahora galerías guardadas en alguna carpeta. Nuestra colección de música ahora se reduce a una aplicación en el teléfono, lo mismo en algunos casos sucede con esas bibliotecas que ahora ocupan tan sólo unos cuantos kilobytes al interior de un lector digital. Nuestra colección de películas vive dentro del universo de plataformas de streaming disponibles en nuestra smart TV, nuestra agenda de contactos y cumpleaños ya depende de un sistema de recordatorios de celular, y así podríamos seguir enumerando una y otra cosa que antes existía en el mundo físico, y ahora solo ocupa un lugar simbólico en el mundo digital.
Cada vez las compañías nos roban más y más todas esas experiencias de los sentidos que formaban parte de nuestra existencia y que la enriquecían.
Es muy fácil ahora comunicarse por mensajería instantánea, pero se está perdiendo el arte de conversar, aunque fuera por teléfono, y expresar con nuestra voz aquello que deseábamos que nuestro interlocutor supiera.
Ya difícilmente recordamos las cosas -los números telefónicos, los cumpleaños, las citas o pendientes, lo que necesitamos comprar en la tienda de abarrotes, hasta las fechas de los ciclos menstruales- pues ahora el teléfono puede recordarlas por nosotros.
Nuestra memoria se achica cuando deja de usarse, cuando en vez de tomar una pluma, ya siquiera el teclado, y escribir un pensamiento honesto sobre nuestro sentir, usamos un meme, o un sticker o un emoji para decir “soy ese” y con ello englobar y resumir, ahorrarnos la molestia.
Nuestro pasado familiar, nuestro quehacer cotidiano y nuestro paso por este mundo, lo estamos dejando al interior de carpetas de fotos, de archivos de texto, de muros de una aplicación, que nadie más vuelve a leer, que se olvidan, que se pierden en el mar de información, de códigos binarios, en un espacio que no vale nada, el famoso “espacio de almacenamiento”.
Tú y yo, y casi todos los adultos de edad media y hacia abajo, somos víctimas de la economía espacial. ¿Qué nos espera si seguimos así?
Ya no habrá libretas viejas con recetas familiares escritas a mano por varios miembros de la familia, con esos tips o toques personales que sólo se pueden aprender despues de años de práctica y error; ya no habrá diarios personales de juventud, para leer con nostalgia cuando seamos viejos, ya no existirán esas pequeñas cápsulas de tiempo, como un boleto de autobús o una flor deshidrata, encerrados entre las páginas de un libro, listos para ser descubiertos en unas cuantas décadas; ya no tendremos un verano de desempolvar las cajas con fotos de la familia para morir de risa o llorar juntos al hojear los álbumes que ya se ponen amarillos con el paso del tiempo. No va a haber colecciones ni de discos, ni de libros, ni de videojuegos que mostrarle a los más chicos para que sepan lo que hacíamos cuando teníamos su edad. Va a ser ridículo, además de imposible pues ya nadie se toma el tiempo de hacerlo con propiedad, el heredar un disco duro externo o apenas la contraseña de una cuenta en la “nube” llena de carpetas con memes y fotos tomadas con un celular, para que las futuras generaciones nos recuerden. Los hombres antiguos van a carcajearse de nosotros si es que existe un más allá.
Creo que no lo vamos a valorar hasta que nos demos cuenta que ya nada es nuestro. Ni las fotos, ni los memes, ni las descargas, ni los archivos, son de nuestra propiedad propiamente dicho. Todos ellos dependen, para empezar, de la existencia de un suministro constante de electricidad, luego de la disponibilidad de señal de internet, después, de la adquisición de una buena defensa para evitar hackeos o viruses y finalmente, del pago a perpetuidad de una cuota para poder acceder a todos ellos, ya sea en un servicio de almacenamiento, o en una plataforma de música o streaming.
Y el día que no haya luz, o internet, o no podamos pagar por el servicio, nos caiga un virus maligno en el equipo o simplemente la compañía de contenidos desaparezca (como el caso de Cinépolis Klic), todo eso, todas “nuestras cosas”, se van a esfumar.
¿Qué hacer? Meterle un freno a la modernidad. Sacar la vieja grabadora, limpiar los cds, adquirir nuevos; ordenar y sacudir los libros, volver a abrirlos; si aún quedan cajas con cartas y recuerdos, darles mantenimiento y guardarlas en un lugar más a la mano. Ordenar la biblioteca de fotos del teléfono y mandarlas a imprimir en papel para armar álbumes familiares. Comprar un despertador clásico, dejar de dormir con el teléfono al lado de la cama; iniciar el año entrante con una agenda de papel, volver a practicar nuestra caligrafía, recuperar ese callo en el dedo que nos daba identidad. Aprender chistes e intentar contarlos a otras personas, bajarle a los memes y al “me representa”. En fin, reclamar todo ese espacio que es nuestro, y que nadie puede quitarnos. No se trata de ser acumuladores, pero sí de hacernos de una selecta colección de objetos físicos que nos acompañen en este camino, que podamos enseñar a otros y decir “esto soy yo”, que podamos dejarles a los que nos van a extrañar cuando ya no estemos.
No desdeñen el “bazar de objetos” en la casa de sus abuelos o sus padres, mejor explórenlo, pregunten de dónde salió todo aquello, escuchen esas historias y observen como los ojos del narrador se llenan de nostalgia y de alegría al poder recordar y revivir “sus buenos tiempos”. Esos son los días y las experiencias en familia que permanecen por siempre, las que se viven alrededor de las historias de viejas pertenencias encontradas. El día que esas personas nos dejan, el vacío se hace más chico cuando tenemos objetos que tocar, que releer, que escuchar, objetos que constituyen nuestro tesoro y que nos otorgan un vínculo con ese pasado al que también pertenecemos.
Dedico este pensamiento a mis padres y mis abuelos, grandes coleccionistas de objetos y grandes contadores de historias.
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